Este verano ando especialmente desconectada del mundo, especialmente del mundo laboral. Ha sido un año especialmente intenso y he llegado hasta aquí con la piel demasiado fina y desgastada. No se trata de que haya pasado momentos duros (tengo un trabajo chulísimo, que me encanta y me va super bien), pero la actividad ha sido interesante, gratificante y deliciosa, pero a la vez frenética e intensa, así que «la piel» necesita regenerarse para volver con brío en el nuevo curso.
Parte del desgaste de la piel tiene que ver con lo que pasa en la universidad (lo bueno y lo malo) y por lo que pasa en torno a la universidad.
No es preciso que enumere todo lo que pasa hoy en la universidad y en mi universidad. Pero este año he vivido no solo la compleja situación interna de la universidad, sino que he sufrido -más o menos directamente- la dureza de los juicios, la ignorancia y la ligereza de diagnósticos, generalizaciones y soluciones sobre la situación de la universidad pública española, algunos hechos desde dentro y otros desde fuera, y no siempre con la delicadeza y cabalidad que creo que merece el tema.
Para no faltar a la verdad he de decir que siempre que alguien hace uno de esos juicios o diagnósticos conmigo delante suele decirme eso de «no, tu no, los otros»… y yo -en un alarde de falta de modestia absoluto-, les creo. Pero cada vez me parece más duro y no siempre justo, así que he tenido la necesidad de hablar y compartir mi perspectiva.
No, no puedo decir que me gusta como funciona la universidad pública española (y hablo de la pública porque es en la que trabajo y la que me interesa sobretodo)… Podríamos ser mejores, podríamos hacer mucho más… No voy a hacer de este un post sobre qué hago yo por la universidad ni por la educación universitaria (si lo hago ya se notará, ya me pongo demasiadas medallas habitualmente), seguro que puedo hacer más y mejor (de eso quiero escribir esta semana), pero si alguien me preguntase cuál sería mi lista de deseos para mejorar la universidad, le diría que…
Sería feliz si pudiera leer lo que escriben mis alumnos cada semana y dar feedback a cada uno de ellos como merecen. Los excelentes evidentes lo son conmigo o sin mi, pero hay tanto excelente de «tapadillo» que se nos está «escapando» mediocremente…
Me gustaría tener menos de los 380 alumnos de media que he tenido cada año (aunque he aprendido mucho de todos, incluso cuando he tenido hasta 450 en un mismo año, 300 el año que menos en los 8 que he dado clase).
Me gustaría que los profesores más jóvenes no estuvieran (-mos) obligados a escribir cuantos más artículos en revistas con «índice de impacto» mejor. Artículos y refritos que en la mayoría de los casos no leerá nadie en revistas que cobran cantidades esperpénticas por leer en línea un artículo.
Sería un alivio y una oportunidad que los congresos científicos fueran sitios para discutir y aprender y no ventanillas para recoger certificados que acreditan que hemos presentado comunicaciones a audiencias vacías o sordas.
Me encantaría que la inversión pública en investigación tuviera la obligación de difundir sus resultados en público y abierto y que se tuviera en cuenta a la hora de valorar a los investigadores.
Sería perfecto que la formación de los profesores universitarios incluyese su día a día y no sólo cursos de asistencia puntual sin impacto en las clases.
Me encantaría que mi horario laboral no incluyese una interminable parafernalia de documentos absurdos y de previsiones de planificación sobre cosas que no puedo planificar y coordinaciones imposibles con la situación actual.
Me gustaría que la figura de profesor asociado fuese lo que pretendía ser en un comienzo, una figura que nos trajera lo mejor del desempeño profesional a la academia y enriqueciese la visión de los estudiantes y colegas, y no un forma de hacer contratos precarios con sueldos vergonzosos por horas mal pagadas y peor sostenidas. Y, en consecuencia, me gustaría que el contrato de asociado fuese la excepción y no la norma en la universidad pública (mi facultad tiene en la actualidad más de un 65% de profesorado asociado).
Sería genial si los sueldos del profesorado universitario fuesen coherentes con el del resto de trabajadores, por responsabilidad, formación, desempeño (claro, entendiendo que son investigadores y profesores, no dependientes de una tienda donde los estudiantes son clientes y las carreras productos)…
Me gustaría que los que pretenden desmantelar la universidad pública con argumentos falaces estuvieran solo fuera de la universidad pública, serían un enemigo más evidente.
Me gustaría que las comparaciones interuniversitarias se hicieran con base en índices relacionados con su metodología docente, su coherencia investigadora, la capacidad crítica de sus profesores, estudiantes y egresados,su impacto social y más cosas… ¡Ah! Y que se aplicara un índice corrector que relacione esos datos con la inversión per cápita.
Y sí, me encantaría que mi universidad se gestionase mejor, que los profesores (yo la primera) fuéramos más profesionales, más inteligentes, más modernos, más inquietos, más apasionados, más comprometidos científica, social y políticamente (porque la educación lo merece), más responsables, más modestos, que leyéramos más y que nos dejásemos más la piel por la educación pública y por nuestros deberes…
¿Y yo qué hago mientras tanto?
Pues yo no creo que los deseos se cumplan, yo creo que se consiguen.
Yo creo que mis estudiantes y mi sociedad se merecen una universidad mejor, y por eso trabajo en la universidad pública e intento, desde mi labor profesional y desde mi papel como ciudadana, cambiar todo lo que puedo para conseguir esa lista de deseos (con mejor o peor fortuna). Siempre desde la esperanza del que cree y desde la desazón de el que sabe que no puede cambiarlo todo.
Un comentario en «Pensamientos veraniegos I: de la universidad y sus demonios»